El señor Bingley era apuesto y caballeroso; tenía el semblante agradable y modales afables y sin afectación. Sus hermanas era mujeres bonitas, con aire de ir francamente a la moda. Su cuñado, el señor Hurst, tenía aspecto de caballero y nada más; pero su amigo, el señor Darcy, no tardó en ganarse la atención de la sala con su buen figura y talla, sus rasgos apuestos, su nomble semblante y el dato que se difundió a los cinco minutos de entrar él: que tenía una renta de diez mil libras al año. Los caballeros dictaminaron que era hombre de buena facha, las damas afirmaron que era mucho más apuesto que el señor Bingley, y todos lo miraron con gran admiración durante la mitad de la velada, aproximadamente; hasta que en sus modales se apreció una falta que dio un vuelco a su popularidad; pues se descubrió que era soberbio que se consideraba por encima de dejarse agradar; y ni siquiera sus grandes fincas de Derbyshire pudieron salvarlo entonces de tener un semblante muy severo y desagradable ni de ser indigno de compararse con su amigo.
Jane Austen, Orgullo y prejuicio, Capítulo III